Tal vez sea otra señal más el hecho de que hayan desaparecido las abejas de algunos lugares de Estados Unidos. Al director M. Night Shyamalan esa noticia le ha zumbado tanto en la cabeza que ha hecho «El incidente», película en la que lo natural y lo sobrenatural pesan prácticamente lo mismo. Lo natural es que vivamos rodeados de vegetación y lo sobrenatural es que alguna extraña circunstancia del entorno del ser humano lo empuje a suicidarse; no a uno, o a dos..., en hilera, en masa, con un desprecio absoluto al dolor y a sí mismo. Las primeras escenas de «El incidente» te dejan petrificado, en un Central Park inerte, como de final de película: pero es ahí donde empieza, con la pavorosa visión de personas suicidándose del modo más atroz en una tosca pero eficacísima metáfora del hombre y sus afanes autodestructivos. Lo que ya no es tan tosco, en cambio, es su vocación alegórica en ese juego de imágenes repetido de una pistola que es «transmitida» como un virus de un suicida al siguiente...
De un modo elegante, juicioso y hasta sorprendente, Shyamalan deja reposar todas las claves del enigma en el viento. Así de sencillo, sin trucos ni piruetas, el ojo del espectador consigue fácilmente distinguir la gran amenaza para la supervivencia de la especie humana: viento en las copas de los árboles. Ridículo. Y más ridículo aún confesar que esa idea consigue aterrorizar sin el menor atisbo de susto. Simple terror. Hasta ese punto consigue el cineasta Shyamalan estilizar el miedo: despojado de monstruo, despojado de susto, despojado de cualquier efecto...
Por tamaño, por sencillez, por visión apocalíptica y probablemente por gusto de su director, esta película conecta en espíritu con aquel esquema de «serie B» de hace medio siglo, aunque esté rodada con un estilo y un aplomo que no solían tener aquéllas. Sorprende, incluso, el no-truco final en este cineasta tan propenso al ardid y la cabriola. Película, pues, sofisticadamente sencilla, que resulta arrebatadora o asombrosa mientras se está viendo, y muy aguda, mística y emocional en cuanto respira un poco en la cabeza. Pero, el enigma sigue ahí zumbando: ¿qué pasa con las abejas?
De un modo elegante, juicioso y hasta sorprendente, Shyamalan deja reposar todas las claves del enigma en el viento. Así de sencillo, sin trucos ni piruetas, el ojo del espectador consigue fácilmente distinguir la gran amenaza para la supervivencia de la especie humana: viento en las copas de los árboles. Ridículo. Y más ridículo aún confesar que esa idea consigue aterrorizar sin el menor atisbo de susto. Simple terror. Hasta ese punto consigue el cineasta Shyamalan estilizar el miedo: despojado de monstruo, despojado de susto, despojado de cualquier efecto...
Por tamaño, por sencillez, por visión apocalíptica y probablemente por gusto de su director, esta película conecta en espíritu con aquel esquema de «serie B» de hace medio siglo, aunque esté rodada con un estilo y un aplomo que no solían tener aquéllas. Sorprende, incluso, el no-truco final en este cineasta tan propenso al ardid y la cabriola. Película, pues, sofisticadamente sencilla, que resulta arrebatadora o asombrosa mientras se está viendo, y muy aguda, mística y emocional en cuanto respira un poco en la cabeza. Pero, el enigma sigue ahí zumbando: ¿qué pasa con las abejas?
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