Australia, como tantos países y naciones tiene la fijación del drama de sus generaciones aborígenes robadas, mestizos arrancados de sus familias hasta finales de los 70 y reeducados por las autoridades del país fascista. Baz Luhrmann, iluminado para siempre desde Moulin Rouge y El amor esta en el aire, condena estas políticas al mismo tiempo que otorga a los indígenas poderes místicos buscando un equilibrio imposible entre la ignominia y la tradición. Para este hombre superfluo, el drama de las miserias de la historia solo son la guarnición de su paranoico idilio entre Nicole Kidman y Hugh Jackman. Personajes ambos despojados de carne y hueso buscando la quinta esencia de la masculinidad y feminidad hasta quedarse en la fragancia de una colonia de regalo. Glamour deshidratante, paternalismo etéreo que puede llegar a hacer que nos importe muy poco todo un continente.
Otro motivo del desapego al film es la estética pastillera, operística y excesivamente irreal que maneja frente a estampidas, explosiones, suntuosos bailes que nos ofrecen un catalogo turístico de Australia sin la mas mínima alma ni sentimiento. Secuencias inmensas alejadas completamente de la realidad en un insultante contraste.
La principal enfermedad del cine de Baz es el gigantismo y ha conseguido crear un monstruo con todas sus obsesiones cinematográficas por lo visto a todas luces desmedidas. Cuando alguna vez consigue que la narración llegue a un resultado lógico, se enreda con misiones de rescate absurdas, malvados de gran pesadez y tontería, peligros de muerte constantes e invasiones japonesas por tierra mar y aire. Todo con mas finales y sagas que Harry Potter ante la estupefacta mirada nuestra y la de David Wenham y Bryan Brown.
martes, 30 de diciembre de 2008
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